Fecha de la Publicación: 24 de Marzo de 2017
Era el año 1919. Él tenía siete años, el mayor de los cuatro hijos sobrevivientes. Era el caballo de batalla de su padre inmigrante al que se le ordenó realizar trabajos que eran para un hombre. Por lo tanto, para mantener a la familia abrigada, el niño, no el padre, a menudo caminaba por las largas manzanas de la ciudad azotadas por el viento, cargando un pesado saco de yute con carbón sobre su espalda, que a la larga le arqueó sus piernas en desarrollo. Las interminables tareas mantenían al niño tan ocupado que dejó la escuela a los once años. De todos modos, sabía que la escuela no era necesaria para sobrevivir -el trabajo lo era- De hecho, tan pronto como su padre pudo conseguirlo, se encontró un trabajo para el joven -colocar las vías del metro de la ciudad de Nueva York- Pronto, sus jóvenes manos se llegaron a cubrir de duros callos, pareciendo mayores para su edad. En aquellos días, el trabajo duro era una forma de vida para la mayoría de los niños inmigrantes.
La vida en la ciudad era dura y así era él. Para ganar un dólar extra durante la Prohibición, él y su padre entregaron licor casero desde un camión de lavandería. Vio la muerte a menudo mientras recogía los cuerpos mutilados de los suicidas del metro. Entonces ella entró en su vida. Tenían un vínculo en común: ambos eran polacos muy trabajadores.
En la pobre y sangrante Polonia después de la Gran Guerra, ella tuvo que hacer su parte para ayudar a la familia a sobrevivir. Recoger rocas del jardín era un trabajo común para un niño pequeño, así como también vigilar que los animales de la granja no se extraviaran. La escuela constaba de cuatro grados, luego la carga de las tareas del hogar llenó sus días.
Sola, en diciembre de 1929, a los quince años de edad, su padre la envió a los Estados Unidos para tener una vida mejor; sus palabras de despedida fueron: “Tú distingues el bien del mal; ¡ahora depende de ti!”
Sin temor porque su hermana estaría esperando al otro lado de esa inmensa autopista acuosa, no tenía idea de que el Océano Atlántico de diciembre inclinaría y balancearía su barco durante seis fríos y violentos días. Esos seis días de miedo y vómitos dejaron su joven cuerpo desgastado, pero no había tiempo para la recuperación; se había concertado un trabajo con una familia adinerada de Nueva York. Esta fue la Gran Depresión -una época en la que una joven inmigrante, que no hablaba inglés, fue afortunada al vivir y trabajar para una familia, ganando $ 6.00 a la semana, más alojamiento y comida- Sin embargo, el dinero no podía ser malgastado ni ahorrado, porque había que devolver el pasaje del barco de $150,00, junto con $50,00 prestados para comenzar su nueva vida.
Una de sus tareas domésticas era poner la ropa sucia en una gran tina que estaba ubicada sobre una fogata. Allí la ropa hervía en agua caliente con jabón de lejía, constantemente revuelta como una olla de sopa. No había tal cosa como blanqueador o incluso un artilugio de lavado manual donde ella trabajaba. Hasta que las máquinas exprimidoras se hicieron más disponibles, los brazos y las manos dolían por escurrir la ropa pesada, empapada en agua.
Con frecuencia, las jóvenes inmigrantes estaban a merced de sus empleadores. En el segundo lugar donde trabajó, el hombre de la casa le trajo dulces, con una nota que decía en Polaco”¡Te amo!” Ella echó el cerrojo a la puerta de su dormitorio y empacó su maleta.
Al instalarse en el Bronx con otra familia, ella de alguna manera, mientras planchaba, quemó el suéter del bebé. Después de recibir una severa reprimenda, volvió a empacar su maleta y trató de encontrar el camino a la casa de un amigo. Sin estar familiarizada con el sistema del metro, se quedó perdida y atemorizada en una plataforma oscura del metro en algún lugar de la ciudad de Nueva York. Allí, la adolescente oyó por casualidad a dos mujeres hablando en Polaco. Al explicarles su predicamento, una de las mujeres le dio refugio hasta que se localizó otro trabajo doméstico.
Esa amable señora era la madre del joven, que de niño cargaba carbón en su espalda. Él tenía veinte años cuando conoció a la adolescente polaca perdida y, en el futuro, cuando decidió establecerse, le pediría a esa mujer tan especial que fuera su esposa.
Cuando se casaron en 1936, nada cambió -todavía trabajaron duro- Él ganaba $28.00 a la semana trabajando en el metro mientras ella limpiaba casas, aprendía inglés y cuidaba a su bebé varón. Pulgada a pulgada, comenzaron a ver el fruto de sus labores. Tras mudarse a una casa sin terminar en los suburbios, él trabajaba en la ciudad durante el día y por la noche martillaba la casa.
Luego, una inolvidable noche de Acción de Gracias, sucedió lo increíble -la familia, que ahora incluía a una niña de un año de edad, apenas escapó de las llamas que destruyeron la casa y los sueños- Al mudarse de regreso a la ciudad, sin culpa ni quejidos, comenzaron a reconstruir sus vidas.
Han pasado más de cien años desde que mis padres nacieron y fueron nutridos por el trabajo duro y la adversidad. Hasta que murieron, ambos a principios de sus 90´s, eran resistentes, personas vigorosas, y un testimonio vivo de que “¡el trabajo duro nunca mató a nadie!”
Thank you to Carlos Rubén Rodríguez Cruz & Alejandra Torres of Sonora, México for Spanish translation services. Please see Pen Your Story for more information.